MI NARRATIVA

ANUNCIO DE LA MUERTE DE MI MADRE

Amanecí un sábado tipo mediodía (desquitándome de todos los madrugones semanales), y, al salir de mi dormitorio, me topé con mi madre, quien me espetó:
–¡Tuve un sueño tan extraño...! Así como..., increíble... Quedé asombrada. No sé...
–¿Qué soñaste?, le pregunté interesada.
–Estábamos mucha gente en un bosque y, en eso, un niño pequeñito, de pecho, como gateando, trepó a un árbol altísimo, tanto que se perdían sus ramas en las nubes y no se podía ver su fin...
Me sonreí al imaginar la escena; luego prosiguió:
–El niño seguía trepando y trepando a lo largo del árbol, hasta hacerse casi invisible. Lo llamábamos, preocupados, ¡baja, baja! Le decíamos ¡Te vas a caer...! Pero él seguía subiendo; no nos oía porque estaba muy arriba ya.
–¡Ay...!, dije.
–Entonces, de pronto, se perdió entre las ramas y dejamos de verlo por completo... Lo seguíamos llamando, angustiados, pero nada... El chico no se veía ni nos oía.
–Qué nervios..., comenté.
–Pasó mucho rato; pero muuucho rato, unas dos horas, diría yo, en que estábamos comentando del niño y planeando cómo rescatarlo. En eso, de repente, vimos que bajaba desde altísimo; y todos sentimos un alivio inmenso, como si nos quitaran un peso de encima... Pero, al acercarse más al suelo, vimos con asombro que el niño se había convertido en un anciano... ¡Viejíiiisimo...! Lleno de unas barbas largas, enmarañadas y blancas...
Me sobresalté... Lo asocié inmediatamente a la vida humana y a la muerte humana... No sé por qué.
–Era tan extraño..., continuaba mi madre... ¡Se volvió viejo, viejo...! ¡Tan impresionante fue la escena ésta! Vieras tú...
–¡Jack y las Habichuelas Mágicas! Exclamé, tratando de tapar la inquietud y la angustia que me invadían, porque comprendí que mi madre iba a morir... Que ya había sido niña, crecido, envejecido y le tocaba dejar esta vida... Todo, simbolizado en un niño que sube y un viejo que baja.
Ella siguió comentando su impresión y asombro respecto al sueño y agregando detalles y pormenores a medida que se internaba más en su vívida aventura onírica.
A los dos meses, mi amada e irreemplazable mamá, falleció..., y yo recordé con lujo de detalles aquel sueño que me contó 60 días atrás...

Derechos Resevados © María Luisa Landman R.

ARMANDITO

En el taller mecánico “El Paraíso” vivía un padre, una madre, un sobrino y un hijo irremediablemente mongólico.
No había nada que pudiera aprender, ninguna herramienta con qué ganarse la vida...
Y, Horacio, el padre, suspiraba inquieto por el futuro de Armandito, pero, un comentario que hizo el médico, le dio cierta amarga resignación: “Despreocúpate, estos niñitos viven poco”... Y, si era el destino, creaturita de Dios, él estaría ahí para alimentarlo y para vestirlo.
Pero la decepción y el horror de la pareja (máxime que la mujer tenía dos hermanas, ambas con hijos retardados), hizo que ésta se operara, de modo que sus trompas se anudaron, no dejando pasar la posibilidad cierta de otro Armandito.
Armandito crecía, ya contaba con 14 años, y, lleno de parches, tierra, mocos y baba, encontraba quehaceres varios en el gran terreno de sus padres.
Tocaba por horas las bocinas de los autos en reparación, haciendo omiso caso de los pedidos que cesara.
Descolgaba con sus manos negras la ropa que la madre tendía repitiendo: “Mano a lavá la llopa”, “Mano a lavá la llopa”, “Mamo a lavá la llopa”, ininterrumpidamente, hasta que todas las sogas quedaban vacías y las prendas en el suelo y bajo sus pies.
Amarraba al pobre y sufrido quiltro a un poste con una cuerda gruesa y, a escasos dos metros de distancia del perro, le lanzaba piedras con la honda... “¡No te mueva!”, reclamaba cuando erraba el piedrazo.
Se sentaba al borde de la verja con las piernas cruzadas a comer potes de margarina con la tapa del mismo doblada, como si se tratara de helado...
Lo cierto es que Armandito no pudo ser hallado una mañana.
Se lo buscó en todos los huecos y resquicios de la casa y entre los árboles, arbustos y plantas del sitio. Nada... Armandito no estaba.
Se dio aviso en Carabineros y se colocó su foto en postes y lugares estratégicos, con recompensa, un teléfono, responde al nombre de Armandito... Nada.
Pasaron las semanas y Armandito sin aparecer; hasta que, un camionero que frecuentaba el taller, en su paso por Calera, vio a Armandito en la parada del autobús. “Armandito”..., lo llamó, el mongólico sonrió reconociéndolo. “¿Cómo es que estás tan lejos de tu casa?” Era su misma ropa, el buzo azul, el chaleco amarillo... La misma cara con ojos achinados.
Sin más trámite, el buen samaritano lo subió al camión y lo llevó al taller de don Horacio, en Puente Alto.
“¡Oh, qué alegría!” “¡Qué gusto verte Armandito...!” “¿Cómo pudiste irte tan lejos, te subiste a un camión...?”
Y entre besos y lágrimas los padres dieron la bienvenida al hijo y las gracias infinitas al camionero.
Pero, al mes y medio después, un cliente del taller (que sabía de la desaparición de Armandito, pero no de su hallazgo), encontró a Armandito en la Plaza de Armas de Santiago.
Asombrado el hombre de hallarlo ahí, lo llamó, él lo miró, le sonrió y se subió al vehículo...
La perplejidad de los padres era inmensa... Los dos eran idénticos; ambos con buzo, zapatillas, el mismo cuerpo, el mismo pelo, ambos con Síndrome de Down... Ambos respondían y sonreía al nombre de Armandito..., y a los otros que probaron también, como Huguito, Rubencito, etcétera...
Sin saber cuál era el suyo, efectivamente, se miraron entre sí los progenitores y, negando con la cabeza, resignados, le pidieron al hombre que lo cargara de nuevo en su auto y lo llevara donde lo encontró, porque no podían con dos...
Confundido el buen hombre, hizo lo que le pedieron, no sin encontrar cierta lógica a la decisión que tomaron los padres.

Derechos Reservados © María Luisa Landman R.