MI NARRATIVA

LAS MONEDAS MÁGICAS

Al atardecer, caminó meditabundo hasta el pozo de los deseos, en la espesura del bosque del Parque de la Independencia, y antes de lanzar la moneda de la fortuna, se sentó en el borde a configurar del mejor modo el sueño que quería hacer realidad.  Últimamente lo perseguían la ruina y una racha de eventos sombríos, de ahí que lo mejor era tener muy claras las palabras que pronunciaría al momento de hacer la petición.  Pero estaba tan cansado que sucumbió en un profundo sueño y dormido, cayó al abismo oscuro en el que despertó empapado y asustado.  Caviló mucho rato cómo salir de allí e intentó infructuosamente trepar por las paredes de piedra hasta agotarse, luchando contra el moho que lo hacía resbalar.  Ya comenzaba a sentirse aterido y desesperado, cuando pensó que no hubiese podido contar con mejor suerte, ahora todas las monedas mágicas serían suyas y alguien lo sacaría de allí a la mañana siguiente; entonces se zabulló para tantear y al percatarse de que podía capturarlas del fondo sin inconvenientes, se quitó el pantalón, le hizo nudos en las botas e inició la tarea.  La actividad lo calentó un poco y tras varias horas, una vez tuvo lleno el improvisado talego, lo cerró apretando la correa ensartada en los ojales de la pretina y armó otras bolsas con la camisa y las medias, las cuales finalmente no le alcanzaron para recoger todo el monedero que tenía el pozo en su asiento; por lo que decidió recompensar a quien lo rescatara y estuviese dispuesto a ayudar, con tal de conseguir el resto.  Al amanecer, rendido y helado, dormitó flotando mientras esperaba.  Así lo encontraron ocho días después, amarillento, burbujeante y a punto de estallar, pues eran tiempos de revolución y hubo toque de queda en la ciudad durante una semana.


Derechos Reservados © Patricia Helena Vélez R.

COPOS DE AMOR

La calle lucía cargada de luminancias de colores y estrellitas azuladas.  Los copos descendían del cielo lentamente y las ramas de la arboleda comenzaban a verse vestidas de blanco.  Los chicos salieron enfundados en sus chaquetas, gorros y guantes de lana, a armar muñecos de nieve en los jardines congelados.  Al cabo de un rato, tú también saliste a disfrutar el alboroto de la chiquillada, que en cuanto tuvo la cuadra llena de gigantes de cara y cuerpo redondos, adornados de bufandas y sombreros navideños, hizo una guerra nevada que mantuvo en calor los pequeños cuerpos ensopados, corriendo de un lado a otro felices, hasta que se cansaron y fueron a sus casas.  Temí perderte de vista y tuve suerte; pues para mi deleite, te quedaste sentada en las escalas a la entrada de tu hogar.

 

La noche tenía un tinte romántico y yo me fui poniendo sensible mientras bebía a escondidas el vino robado y te contemplaba desde el corredor de mi casa, entre el adorable paisaje blanquecino y las luces que brillaban en la cornisa.   Mis sentidos se remontaron a tus labios e imaginé la sensación de su danza sobre los míos, el aroma del aliento confundido y el sabor húmedo de las bocas enlazadas exhalando humaredas provocadas por el frío.  Fui más allá y me fundí en el abrazo que mirándote no podía darte, e inventé el perfume de tu cuerpo imposible de aspirar.  Ni siquiera pude acercarme, yo era apenas un adolescente soñando su primer idilio; pero pasé esa Navidad tan enamorado de esa imagen surrealista fundida en el horizonte albo, que cada diciembre, es uno de los mejores recuerdos platónicos que me trae la nieve.



Derechos Reservados © Patricia Helena Vélez R.

EL BEBEDIZO DE LA MUERTE

Marisela esculcó algunas de las bolsas que estaban en el piso de la cocina, ayudó a organizar los víveres, tomó lo que le correspondía, hizo un jugo de limón y llamó por teléfono a su amiga Rosario; le urgía saber si localizó el contacto para averiguar cuánto le costaría el trabajo que requería, pero no le respondieron. Rubiela, su madre, la llamó a almorzar. Pasó por la mesa y sirvió un abundante seco que llevó su cuarto, con la disculpa de que comería viendo TV. Se mantenía transida de hambre, pero seguiría envolatando el apetito tomando agua tibia en ayunas y jugo sin azúcar; no podía continuar aumentando de peso, tendría unos cuantos kilos de más en unos días, así que vació la comida en un empaque para deshacerse de ella en una caneca callejera.

Sacó el joyero y empezó a escoger las alhajas que llevaría a la prendería. No poseía muchas cosas de valor para feriar, solamente la pequeña colección de joyas finas que a través de la vida le regalaron amigos y familiares, entre ellas las de los quince eran las más llamativas y fáciles de negociar. No sabía cuánto dinero le iban a cobrar, pero con certeza se trataba de una cantidad significativa. Era un manojo de nervios y se sentía agotada. Hacía fuerza para que apareciera pronto el contacto, el reloj estaba contando. Sonó el teléfono, Rosario no había obtenido el dato, pero otra amiga le informó respecto a unas pastillas y también una hierba, que harían efecto rápidamente.

Para conseguir las pastas precisaba una fórmula médica y casi de setenta mil pesos, en cambio la hierba la vendían en la plaza sin mayores inconvenientes a bajo costo; pero ambas opciones conllevaban riesgos para su salud que podrían ser letales. Esperaría un poco y tomaría una decisión. Un desasosiego infinito la consumía, los instantes discurrían eternos; los senos adoloridos crecían como montañas, las nauseas le jugaban malas pasadas a su necesidad de disimular y el sueño inoportuno la perturbaba, en especial en clase. Ya algunos profesores le habían llamado la atención. Por demás, era tiempo de ponerse una faja, el estómago comenzaba a sobresalir y su cintura a desaparecer.

Angustiada, tratando de encontrar el modo de resolver el problema sin que trascendiera a mayores, tenía sus momentos. A veces se recostaba en la cama y con las manos sobre el vientre, mentalizando el natalicio de su hijo, imaginaba el rol de madre, la dulzura, las gracias y el aroma del pequeño, los desvelos amorosos dedicada a su cuidado, la belleza juvenil de su imagen y la de Esteban con el bebé en brazos. Le costaba tener que impedir que naciera; dolía desprenderse de ese ser que ya latía en su cuerpo y el llanto invadía sus ojos. Dinero y sociedad resumían aquella desgracia, pues de no ser por ello, siguiendo las leyes de la naturaleza, lo pertinente sería dar a luz.


Con Esteban discutió acaloradamente, la mañana que le comunicó su estado y el resto de las veces que se vieron. Lo consideraba el culpable de la situación, por no haber hecho caso a su insistencia de ir a conseguir preservativos. Siempre los usaban, pero en aquella oportunidad se quedaron solos en la casa de él y todo ocurrió de repente. Le aseguró que no conseguiría el clímax en su interior, lo cual evitaría el embarazo. Ambos sabían que ese no era un método seguro, según lo que les enseñaron en las clases de educación sexual; cómo habían sido tan estúpidos, pensó repetidamente.

El muchacho no revelaba una gran preocupación, parecía desentendido y esperando que ella lo resolviera, ni se comunicaba, era ella quien lo llamaba; eso la exasperó generándole tal resentimiento, que las crisis de nauseas y vómito se incrementaban en su presencia. Una tarde lo tildó de irresponsable y le exigió responder con parte de la plata e inclusive, pretendió forzarlo a moverse con amenazas. Debía vender la cría recién nacida de los perros de raza que tenía por mascotas, en vez de regalarlos, pues si no se disponía a ayudar, sus padres lo sabrían primero que todo el mundo; le dijo.

Se debatió con Dios. En sus adentros, lo enjuició por haberle echado encima a las mujeres toda la cruz; quienes fuera de tener que soportar los malestares del período cada mes, con marido o sin él, en general cargan con los hijos en todos los sentidos, entre tanto ellos se largan a gozar los favores de otra, sin ser arrinconados por la gente o rotulados de rameras, como aquellas madres que deciden conseguirse un amante para incentivar sus vidas con una ilusión. Y en secreto silencio preguntó por qué, siendo tan capaces de dirigir la familia y bastarse solas, no se le habría ocurrido hacerlas hermafroditas o poner a los hombres a su servicio.

Atentas a más obligaciones, en sus funciones de esposas madres, amas de casa y trabajadoras, deberían gozar de mayores consideraciones. Notó que por primera vez, meditaba seriamente acerca de su naturaleza femenina y la posición de las mujeres en la sociedad, sin que mediaran las emociones incitadas por sus hormonas, alborotadas no hacía mucho en su cuerpo, el atractivo que le despertaba la energía masculina de los jóvenes y la propia vanidad; y en conclusión, supuso que le faltaba mucho por comprender y aprender. Tal vez no se hallaba preparada para ser madre y lo mejor sería posponerlo.

La cabeza le daba vueltas, de tanto pensar albergaba una enorme confusión. ¿Ardería acaso en el caldero del infierno cual asesina?, ¿le cobraría Dios con creces en vida o después de muerta, el crimen que estaba planeando cometer para librarse de la recriminación humana y social?, ¿le dolería a su hijo?, ¿olvidaría?, ¿la odiaría Esteban?, ¿saldría todo bien o le pasaría algo malo y moriría?, ¿sus padres le ayudarían o la echarían de casa, si decidiera tener la criatura? Fueron preguntas que se hizo llena de temor, sin atinar ninguna respuesta.

Una charla que tuvo con Rosario, a quien le confesó sus inquietudes y contradicciones llorando a borbotones, la llevó a investigar los argumentos que respaldan la aprobación del aborto en muchos países. Necesitaba apoyarse en algo para no dejarse aniquilar por la culpa. Violación, riesgo de muerte, deformidades del feto y dificultades económicas, en un tiempo limitado para llevarlo a cabo, fue lo que encontró en una serie de ellos. En otros estipulaban plena libertad para dar por terminado el embarazo. Saberlo no cambió mucho sus sentimientos. Para ella, seguían primando Dios y la ley de la vida, pero por encima de sus principios debía abortar.

Se perdía en el idilio con la madre que albergaba en su ser, sin pensar en las penas y los esfuerzos exigidos por la maternidad prematura, como tampoco en su existencia cotidiana tras el alumbramiento. Rosario se inclinaba por el aborto, debido a que su hermana dio a luz adolescente y para convencer a Marisela, le habló sobre los cambios negativos que hubo en su vida. Ya no salía con amigos, ni tenía novio, dejó de ir a las fiestas y compartir con las amigas, su deber era cuidar el bebé; las necesidades del pequeño la obligaron pronto a suspender los estudios y ponerse a trabajar. Aún amando al chico, renegaba de frustración, quería vivir su vida y le era imposible, constantemente sacrificaba sus deseos y con frecuencia se ofuscaba feo con el niño, que ya tenía cinco años. Mantenía el genio descompuesto y una neura terrible. Su familia y el pequeñín vivían un drama.

Imposible que quisiera vivir eso, a su edad no era romántico andar con un chiquillo colgado del cuello. Debía hacerlo sin pensarlo dos veces y rápido. La adopción como alternativa sería tortuosa. Después de tener el bebé, regalarlo implicaría una culpabilidad que la perseguiría eternamente, porque se preguntaría todos los días cómo estaría y seguramente querría buscarlo pasados los años. Agregó Rosario. Marisela más confundida que nunca, objetó que un asesinato era peor peso de conciencia, pero comentó no estar segura de que sus padres no la obligaran en un momento dado a dar el niño. Su amiga tenía un compromiso y antes de marcharse, le pidió que pensara bien y decidiera, cualquiera que fuera su determinación no tendría reversa y de nada valdrían los arrepentimientos.

El misterio que rodeaba las visitas de las amigas, la frecuente llamadera telefónica y quizá también su extraño comportamiento, comenzaron a captar la atención de la madre e Inés su hermana mayor, quienes ahora la tenían en la mira y la observaban con curiosidad, en su intento por descubrir qué le sucedía de extraordinario. Debió pedirle a Esteban que no se presentara de visita, para tener una excusa y salirse por la tangente, en caso de que le preguntaran algo directamente. La falta de dinero y la imposibilidad de conseguirlo la enloquecía. A pesar de las dudas, creencias y miedos, no tenía tutía, acudiría a la hierba, le ahorraría los apuros con el dinero. Dejar que el embarazo avanzara agravaría las cosas.

En la prendería, donde acudió a vender las joyas con Gloria, una compañera de estudios, la estafaron. Por más que rogaron, sólo consiguieron ciento cincuenta mil por el oro y las piedras, que valían alrededor de un millón de pesos. Las muchachas salieron de allí directamente para la plaza a comprar la hierba milagrosa; por la que les cobraron tres mil pesos. Marisela llegó a casa y aprovisionó un termo de agua hirviendo, luego en la habitación, le echó una buena cantidad del hierbajo, lo agitó por un rato y se sirvió el brebaje. Tomó todo el contenido y volvió a la cocina por agua para repetir el procedimiento. A media noche, una crisis de vomito la tuvo horas en el baño, que por fortuna estaba al lado de su cuarto en la primera planta de la casa, donde gozaba de cierta independencia. Cuando pudo regresar a la cama, no aguantaba el dolor en la boca del estómago y un cólico en el bajo vientre. En toda la noche no pegó los ojos.

Al día siguiente, debió asistir a clase, el agudo dolor no cesaba, escasamente se tenía en pie y una fuerte hemorragia la obligó a usar doble toalla íntima y estarse cambiando. La palidez y las ojeras la denunciaban de inmediato. Debió solicitar toallas a las compañeras para cambiarse al agotar las que cargó. Finalmente, tuvo que pedir permiso para irse antes de cumplir el horario. Una profesora se ofreció para llamar a sus padres o llevarla, pero ella se rehusó. Su casa quedaba cerca y en unos minutos llegaría a pie, no era necesario. Era hora de almuerzo y no debía llegar tan temprano, la llevarían al medico de inmediato, tendría que buscar la forma de pasar desapercibida y esperar en alguna parte, donde pudiera estarse cambiando. A punto de desmayarse, por la humedad en la falda del uniforme, percibió que la sangre traspasaba su ropa interior; se amarró el saco en la cintura para que no se notara la mancha y camino a casa, descansó en una cafetería para hacer tiempo y tomar algo que la hidratara.

No la vieron llegar, ya habían almorzado y la sala y el corredor estaban despejados; fue a su pieza y se acostó. Inés entró al cuarto muy acelerada, le tiró encima los tres paquetes de toallas higiénicas que encontró escondidas en el clóset detrás de la ropa y preguntó cuánto hacía que no le llegaba la regla. La muchacha estalló en llanto y la abrazó, con lo que a la hermana le quedó claro que estaba encinta. De acuerdo con el hallazgo, Marisela parecía pasar de los dos meses y medio de embarazo, si no eran tres y quería saber exactamente cuál era su condición. Marisela le confirmó el trimestre, pero no le dijo que sufría una hemorragia y menos aún, que provocó un aborto con un bebedizo.

Inés caminaba por la habitación de un lado a otro, mientras agitaba las manos y lamentaba aquel modo de tirarse en su juventud y ponerle problemas a la familia. Le advirtió que sus padres debían saberlo. En la noche se lo dirían, ella estaría ahí para apoyarla, luego informarían a los papás de Esteban. Debía irse a trabajar. Marisela se cambió la ropa por una sudadera. El sangrado aumentó durante la tarde, de modo que volvió el colchón una melodía. Le costaba pararse por la debilidad, pero necesitó tomar líquido por la deshidratación y se decidió a salir de la pieza. Afortunadamente su madre había salido y logró buscar un plástico para proteger la cama, cambiar la sábana y lavar la ropa manchada, además de aprovisionarse de agua, jugo y una buena dosis de cubos de caldo, que escondió en jarras bajo la cama, con lo cual se repuso un poco.

Rubiela llegó a saludarla y la encontró fingiendo estar estudiando sentada frente al escritorio en la habitación. Se asustó al verla tan pálida y demacrada, pero Marisela la distrajo reconociendo la indisposición, debida quizá, a un virus digestivo. La madre se tranquilizó y la dejó sola. En la noche el sangrado mermó y cuando Inés llegó, dispuesta a ponerle la cabeza grande a sus padres, debió rogarle para que aún no dijera, no se sentía bien, ni estaba en condiciones de afrontar la pelotera que se armaría. Le pidió una semana y la hermana cedió, daba lo mismo que se enteraran después, las consecuencias serían las mismas.

Al día siguiente se sobrepuso al desaliento que la embargaba de pies a cabeza y asistió al colegio normalmente; obligada a actuar como si nada grave afectara su salud, aunque se notara en su rostro que algo la aquejaba. El dolor bajito persistía acompañado de un leve hilo de sangre. Dos días después, en vista de que no arrojaba ninguna masa, una de sus amigas supo de una partera que podría revisarla y corroborar si el embarazo continuaba su curso. Concretaron la cita y para entonces, Marisela ya tenía subida la temperatura a 40º C. La señora la examinó al salir en la tarde del colegio y notó que el bebé no se movía ni daba señales de latidos. La fiebre seguramente se debía a la infección ocasionada por la criatura fallecida, sin pronta atención se pondría peor; fue su opinión.

Marisela no le contó a la partera respecto al abortivo que consumió, pues creyó que de saberlo no la ayudaría a salir de la situación. De todos modos, la mujer se resistió a intervenirla para que expulsara la criatura, por las posibilidades de que la chica muriera o quedara con secuelas irreversibles para el resto de la vida; ante lo que la chica le ofreció los ciento cincuenta mil pesos con que contaba. La señora respondió que necesitaría otro tanto. Era preciso conseguir unas hierbas y antibióticos para combatir la infección; debía contar con otros cien mil y una vez le llevaran el dinero procedería, no antes, porque si ocurriese algo inesperado ella iría a la cárcel. Las colegialas salieron de allí muy asustadas. Si Esteban no ayudaba o resultaba algo por pura suerte, estaría perdida.

Al tercer día, la fiebre y el semblante de Marisela superaban su capacidad de disimular; era fin de semana e Inés la notó tan enferma esa mañana, que insistió en la necesidad de que un médico la viera, pues algo andaba mal. Hablaban en el momento en que la jovencita se desmayó y de no ser porque su hermana la sostuvo, se hubiese dado un buen golpe. Volvió en sí al cabo de unos instantes, con el rostro verdaderamente desencajado. La familia contaba con el servicio de la seguridad social y la llevaron de urgencia. Por el camino Inés le dio la noticia del embarazo a Rubiela. Al llegar, le practicaron una ecografía e hicieron unos exámenes y de inmediato la trasladaron a Cirugía.

Inés le avisó a su padre y a media tarde, una enfermera notificó a la familia, reunida en la sala de espera, que a Marisela le sacaron la matriz y aún no se encontraba fuera de peligro. El bebé muerto y descompuesto en su vientre, infectó varios órganos; podía sobrevenirse una peritonitis a pesar de la intervención y el suministro de antibióticos. Habría que esperar cómo evolucionaba en el curso de las próximas veinticuatro horas o tendrían que operarla de nuevo. Les pidieron fuesen a casa, descansaran y regresaran al otro día, porque la tenían en cuidados intensivos y no podrían verla aún. Avisarían, de suceder algo extraordinario. La joven se recuperó en el curso de unas semanas y nunca se supo del aborto inducido, pero tardó años en superar el golpe emocional y nunca dejó de lamentar no haber podido ser madre.

Derechos Reservados © Patricia Helena Vélez R.

Vale una reflexión:

Alimentamos un sistema económico y social que atenta contra la vida, multiplica el sufrimiento de la humanidad, pone el conocimiento al servicio de intereses particulares, fomenta fenómenos aberrantes en el comportamiento humano y contraviene los procesos de la naturaleza. Paradójicamente, mientras nos empeñamos en frenar a toda costa la muerte natural a punta de ciencia y en nombre de Dios, contribuyendo con ello a la superpoblación, ya que eludimos los procesos naturales de decantación; matamos la vida naciente. Yo diría que la codicia, de la que es madre el egoísmo sin lugar a dudas, es el peor de los pecados capitales. Deseamos atesorar la vida- que es más nocivo que desear atesorar las cosas materiales-, pues le negamos el espacio a aquella que deviene, incluida la animal y vegetal.
Los estragos del antropocentrismo son aterradores, estamos lejos de concebir unos valores y una ética universales y ni se diga de su praxis.

Patricia Helena Vélez R.